Arquitectura cisterciense en León
Época: Arte Español Medieval
Inicio: Año 1150
Fin: Año 1250
Antecedente:La arquitectura gótica en la península Ibérica
Siguientes:Las primeras construcciones
La expansión de la arquitectura cisterciense
Las dependencias monásticas
Valoración final
(C) José Carlos Valle Pérez
Inicio: Año 1150
Fin: Año 1250
Antecedente:La arquitectura gótica en la península Ibérica
Siguientes:Las primeras construcciones
La expansión de la arquitectura cisterciense
Las dependencias monásticas
Valoración final
(C) José Carlos Valle Pérez
Comentario
La Orden del Císter, por el número y envergadura de los monasterios que a ella pertenecieron -no importa ahora la modalidad de integración-, ocupa un lugar de excepción en el panorama histórico del Reino de León. Sobre todo en la etapa central de la Edad Media, esto es, en el siglo que transcurre entre los años nucleares de la duodécima centuria y el mismo momento de la siguiente. Su protagonismo, reconocido y valorado ya por la historiografía más antigua, se ha visto espectacularmente reforzado por las aportaciones de la más reciente investigación, que ha realzado su significación no sólo en el contexto cisterciense específicamente peninsular, sin también, en algunos aspectos, en el ámbito general de la Orden.
En la bibliografía tradicional sobre la llegada y posterior colonización de la Península por los monjes cistercienses, una abadía ubicada en territorio leonés, Santa María de Moreruela (hoy en la provincia de Zamora), se presenta como la primera que la Orden poseyó en tales dominios. Su incorporación a ese Instituto monástico habría tenido lugar, según las fuentes utilizadas, en 1131 o en 1132. Esa primacía, a pesar de los sólidos argumentos que en su contra esgrimieron dos autores del siglo XVIII, fray Manuel de Calatayud y fray Roberto Muñiz, ambos religiosos cistercienses, permaneció inmutable hasta 1959.
En este año, en el transcurso de la Semana de Estudios Monásticos celebrada en la abadía cisterciense de Viaceli, Cantabria, otro miembro de la Orden, el padre Maur Cocheril, utilizando curiosamente buena parte de los datos que dos centurias antes habían manejado los estudiosos ya citados, rechazó la fecha usualmente asignada a la integración de Moreruela en el mundo cisterciense (para él ese acontecimiento se habría producido entre 1153 y 1158), otorgando por su parte el galardón de la prioridad en la Península Ibérica al cenobio -navarro en la actualidad, castellano en origen- de Santa María de Fitero. Fundado, según él creía, en 1140, pertenecía a la filiación de Morimond y no a la de Clairvaux, como era el caso de Moreruela. Su propuesta, criticada con virulencia en algunos sectores, fue abriéndose paso poco a poco, siendo sus criterios claramente dominantes durante casi tres décadas.
En 1986, sin embargo, tuvimos ocasión de refutar sus planteamientos confiriendo la preeminencia peninsular, tras haber analizado pormenorizadamente las circunstancias que concurrían en todos los monasterios que en algún momento habían aspirado a ostentar tal título, a la abadía de Santa María de Sobrado (La Coruña), repoblada en febrero de 1142, tras su abandono en la segunda mitad del siglo XI, por un grupo de religiosos procedentes del cenobio de Clairvaux, en Borgoña (Francia), lo que implicaba que el Reino de León y la rama de Clairvaux recuperaban de nuevo su presencia auroral.
La situación hoy, con respecto a la fecha de introducción de la Orden en la Península, no ha sufrido modificaciones de ninguna clase ni parece que pueda haberlas en un futuro inmediato porque, con los datos conocidos, sea cual fuere la opción que se tome, un hecho se impone con rotundidad: en el documento fundacional del Sobrado cisterciense tenemos la primera referencia explícita segura de la presencia de la Orden en tierras peninsulares.
Esa mención, sin embargo, en modo alguno puede interpretarse en términos absolutos como el primer contacto de la Orden del Císter con las tierras peninsulares. Dejando a un lado el proyecto fallido de fundación de un monasterio, en los años veinte del siglo XII, no sabemos exactamente dónde, por parte de la abadía de Preuilly -conocemos el dato por una carta, fechada hacia 1127-1129, de san Bernardo a Artaud, abad de aquel cenobio, que acabará aceptando sus recomendaciones y desistirá de asentarse en la Península Ibérica-, debe recordarse que en torno a la fecha de redacción de la misiva de san Bernardo y sobre todo en los años inmediatamente posteriores -cuarta década de la duodécima centuria- se produce en diversos territorios peninsulares, entre ellos el propio Reino de León, tal como han señalado en fechas recientes numerosos investigadores (Portela, Mattoso, Valle y otros), la recepción de buena parte de las innovaciones que singularizaban a los monjes blancos en el panorama espiritual de su tiempo.
Sin su irrupción, posibilitada por los fluidos contactos que propiciaba el Camino de Santiago, difícilmente podríamos explicar lo esencial de las premisas (eremitismo, advocación mariana, elección de emplazamientos, etcétera), que se detectan en los múltiples centros monásticos que se fundan o se revitalizan por esas fechas.
La práctica totalidad de estos núcleos religiosos marcados desde su arranque o desde su renacimiento, según los casos, por la huella cisterciense -y el hecho, como repetidamente se ha destacado, es muy esclarecedor-, antes o después adoptará la decisión de incorporarse a la Orden del Císter, gozando de un favor particular a ese respecto la línea de Clairvaux, acaso por haber sido esta poderosa abadía, fundada en 1115 por san Bernardo -sin discusión la figura culminante de la Iglesia occidental de su época- la primera que se implantó pleno iure en el Reino de León.
De esta Casa borgoñona, que en los dominios territoriales que nos incumben intervino siempre directamente, sin mediación de otras abadías ultrapirenaicas, dependerá, por fundación y muy especialmente por afiliación, tal como ya se dijo, la totalidad de los monasterios integrados en la Orden en el siglo XII y gran parte también de los incorporados en la centuria siguiente. Citeaux, por su parte, aparecerá en momentos ya relativamente tardíos mediante la absorción, acaecida hacia 1201-1203, del cenobio berciano de Carracedo (León), abadía de la que dependían, a su vez, otros centros monásticos que poco a poco fueron siguiendo también los pasos de su Casa madre. Morimond, borgoñona como las dos anteriores, no intervino para nada, en cambio, en el oeste de la Península. Su presencia se concentró en las tierras del centro y este peninsular (Reinos de Castilla, Navarra y Aragón).
A tenor de lo dicho, pues, la implantación de iure de los cistercienses en el Reino de León -que es lo mismo que decir en la totalidad de la Península Ibérica, dada su prioridad absoluta con respecto a los restantes existentes en ese espacio territorial- tuvo lugar a finales de la primera mitad del siglo XII, con la fundación, en 1142, de Santa María de Sobrado. Cenobio que es entregado a la Orden por sus propietarios por indicación expresa de Alfonso VII, el primer gran impulsor de los monjes blancos.
Durante la segunda mitad de la duodécima centuria y en el primer tercio de la siguiente, es decir, en el transcurso de los reinados de Fernando II (1157-1188) y Alfonso IX (1188-1230), se producirá la culminación de su esplendor en el Reino de León. Tras el fallecimiento, en 1230, del último de los monarcas citados y en virtud de la combinación de un complejo cúmulo de circunstancias -internas unas, externas otras, imposibles de reseñar aquí detalladamente- la Orden del Císter comenzará lenta pero inexorablemente también su declive. Empieza a manifestarse esa pérdida de protagonismo, de un lado, en la parca entidad de los cenobios, casi todos femeninos, además, que desde entonces se integran en el Instituto. Escasez más tarde superada por la interrupción total de incorporaciones. De otro lado, se muestra en la drástica reducción de mercedes que le asignan los monarcas, limitados las más de las veces a confirmar donaciones o prebendas otorgadas por sus antecesores.
Habrá que esperar al tramo final de la Edad Media o, mejor aún, a los umbrales de la Moderna, con el desarrollo pleno de la Congregación Cisterciense de Castilla -primera, por cierto, en separarse del tronco común de Citeaux, lo que supone introducir una novedad incompatible con el contenido de la Carta de Caridad- para que la Orden resurja y vuelva a recuperar de nuevo el esplendor y brillantez que había conocido en la fase inicial de su presencia en las tierras occidentales de la Península Ibérica.
En la bibliografía tradicional sobre la llegada y posterior colonización de la Península por los monjes cistercienses, una abadía ubicada en territorio leonés, Santa María de Moreruela (hoy en la provincia de Zamora), se presenta como la primera que la Orden poseyó en tales dominios. Su incorporación a ese Instituto monástico habría tenido lugar, según las fuentes utilizadas, en 1131 o en 1132. Esa primacía, a pesar de los sólidos argumentos que en su contra esgrimieron dos autores del siglo XVIII, fray Manuel de Calatayud y fray Roberto Muñiz, ambos religiosos cistercienses, permaneció inmutable hasta 1959.
En este año, en el transcurso de la Semana de Estudios Monásticos celebrada en la abadía cisterciense de Viaceli, Cantabria, otro miembro de la Orden, el padre Maur Cocheril, utilizando curiosamente buena parte de los datos que dos centurias antes habían manejado los estudiosos ya citados, rechazó la fecha usualmente asignada a la integración de Moreruela en el mundo cisterciense (para él ese acontecimiento se habría producido entre 1153 y 1158), otorgando por su parte el galardón de la prioridad en la Península Ibérica al cenobio -navarro en la actualidad, castellano en origen- de Santa María de Fitero. Fundado, según él creía, en 1140, pertenecía a la filiación de Morimond y no a la de Clairvaux, como era el caso de Moreruela. Su propuesta, criticada con virulencia en algunos sectores, fue abriéndose paso poco a poco, siendo sus criterios claramente dominantes durante casi tres décadas.
En 1986, sin embargo, tuvimos ocasión de refutar sus planteamientos confiriendo la preeminencia peninsular, tras haber analizado pormenorizadamente las circunstancias que concurrían en todos los monasterios que en algún momento habían aspirado a ostentar tal título, a la abadía de Santa María de Sobrado (La Coruña), repoblada en febrero de 1142, tras su abandono en la segunda mitad del siglo XI, por un grupo de religiosos procedentes del cenobio de Clairvaux, en Borgoña (Francia), lo que implicaba que el Reino de León y la rama de Clairvaux recuperaban de nuevo su presencia auroral.
La situación hoy, con respecto a la fecha de introducción de la Orden en la Península, no ha sufrido modificaciones de ninguna clase ni parece que pueda haberlas en un futuro inmediato porque, con los datos conocidos, sea cual fuere la opción que se tome, un hecho se impone con rotundidad: en el documento fundacional del Sobrado cisterciense tenemos la primera referencia explícita segura de la presencia de la Orden en tierras peninsulares.
Esa mención, sin embargo, en modo alguno puede interpretarse en términos absolutos como el primer contacto de la Orden del Císter con las tierras peninsulares. Dejando a un lado el proyecto fallido de fundación de un monasterio, en los años veinte del siglo XII, no sabemos exactamente dónde, por parte de la abadía de Preuilly -conocemos el dato por una carta, fechada hacia 1127-1129, de san Bernardo a Artaud, abad de aquel cenobio, que acabará aceptando sus recomendaciones y desistirá de asentarse en la Península Ibérica-, debe recordarse que en torno a la fecha de redacción de la misiva de san Bernardo y sobre todo en los años inmediatamente posteriores -cuarta década de la duodécima centuria- se produce en diversos territorios peninsulares, entre ellos el propio Reino de León, tal como han señalado en fechas recientes numerosos investigadores (Portela, Mattoso, Valle y otros), la recepción de buena parte de las innovaciones que singularizaban a los monjes blancos en el panorama espiritual de su tiempo.
Sin su irrupción, posibilitada por los fluidos contactos que propiciaba el Camino de Santiago, difícilmente podríamos explicar lo esencial de las premisas (eremitismo, advocación mariana, elección de emplazamientos, etcétera), que se detectan en los múltiples centros monásticos que se fundan o se revitalizan por esas fechas.
La práctica totalidad de estos núcleos religiosos marcados desde su arranque o desde su renacimiento, según los casos, por la huella cisterciense -y el hecho, como repetidamente se ha destacado, es muy esclarecedor-, antes o después adoptará la decisión de incorporarse a la Orden del Císter, gozando de un favor particular a ese respecto la línea de Clairvaux, acaso por haber sido esta poderosa abadía, fundada en 1115 por san Bernardo -sin discusión la figura culminante de la Iglesia occidental de su época- la primera que se implantó pleno iure en el Reino de León.
De esta Casa borgoñona, que en los dominios territoriales que nos incumben intervino siempre directamente, sin mediación de otras abadías ultrapirenaicas, dependerá, por fundación y muy especialmente por afiliación, tal como ya se dijo, la totalidad de los monasterios integrados en la Orden en el siglo XII y gran parte también de los incorporados en la centuria siguiente. Citeaux, por su parte, aparecerá en momentos ya relativamente tardíos mediante la absorción, acaecida hacia 1201-1203, del cenobio berciano de Carracedo (León), abadía de la que dependían, a su vez, otros centros monásticos que poco a poco fueron siguiendo también los pasos de su Casa madre. Morimond, borgoñona como las dos anteriores, no intervino para nada, en cambio, en el oeste de la Península. Su presencia se concentró en las tierras del centro y este peninsular (Reinos de Castilla, Navarra y Aragón).
A tenor de lo dicho, pues, la implantación de iure de los cistercienses en el Reino de León -que es lo mismo que decir en la totalidad de la Península Ibérica, dada su prioridad absoluta con respecto a los restantes existentes en ese espacio territorial- tuvo lugar a finales de la primera mitad del siglo XII, con la fundación, en 1142, de Santa María de Sobrado. Cenobio que es entregado a la Orden por sus propietarios por indicación expresa de Alfonso VII, el primer gran impulsor de los monjes blancos.
Durante la segunda mitad de la duodécima centuria y en el primer tercio de la siguiente, es decir, en el transcurso de los reinados de Fernando II (1157-1188) y Alfonso IX (1188-1230), se producirá la culminación de su esplendor en el Reino de León. Tras el fallecimiento, en 1230, del último de los monarcas citados y en virtud de la combinación de un complejo cúmulo de circunstancias -internas unas, externas otras, imposibles de reseñar aquí detalladamente- la Orden del Císter comenzará lenta pero inexorablemente también su declive. Empieza a manifestarse esa pérdida de protagonismo, de un lado, en la parca entidad de los cenobios, casi todos femeninos, además, que desde entonces se integran en el Instituto. Escasez más tarde superada por la interrupción total de incorporaciones. De otro lado, se muestra en la drástica reducción de mercedes que le asignan los monarcas, limitados las más de las veces a confirmar donaciones o prebendas otorgadas por sus antecesores.
Habrá que esperar al tramo final de la Edad Media o, mejor aún, a los umbrales de la Moderna, con el desarrollo pleno de la Congregación Cisterciense de Castilla -primera, por cierto, en separarse del tronco común de Citeaux, lo que supone introducir una novedad incompatible con el contenido de la Carta de Caridad- para que la Orden resurja y vuelva a recuperar de nuevo el esplendor y brillantez que había conocido en la fase inicial de su presencia en las tierras occidentales de la Península Ibérica.
Imágenes
UNA NOTA SOBRE LA
ARQUITECTURA CISTERCIENSE
Por GONZALO FERNÁNDEZ, Universidad de Valencia.
El desarrollo de la arquitectura cisterciense caracteriza el período
intermedio entre la románica y la gótica. En este trabajo voy a analizar el
influjo de la Orden del Cister en su nacimiento, sus elementos constructivos y
las secciones de los monasterios cistercienses.
La Orden del Cister y la génesis de la arquitectura cisterciense.
El Cister es una orden religiosa fundada en 1098 por San Roberto. El Papa
Pascual II concede una primera aprobación en 1100. El Cister nace en el
monasterio borgoñón de ese nombre gobernado desde la partida de San Roberto en
1099 por San Alberico y San Esteban Harding.
San Bernardo es el gran impulsor del Cister a partir de 1112. Este personaje
funda en Francia los nuevos monasterios de La Ferté, Pontigny, Clairvaux y
Morimond. Asimismo instala las primeras religiosas cistercienses en el
monasterio de Tart localizado asimismo en Borgoña entre 1125 y 1132. Muy poco
después llegan las monjas cistercienses a España. Las primeras se instalan en
Tulebras (Navarra) en 1134. Seis años más tarde nuevas religiosas hacen lo mismo
en Las Huelgas de Valladolid bien que el principal monasterio de monjas
cistercienses (Santa María de las Huelgas en Burgos) no se abra hasta 1187. En
España, además de éste último, destacan los monasterios cistercienses de Poblet
y Santes Creus (Tarragona), Santa María la Real de Osera (Orense), Santa María
de Meira (Lugo), Santa María de Huerta (Soria), Sobrado de los Monjes (Coruña),
La Oliva (Navarra), Santa María de Benifassar (Castellón) y Veruela (Zaragoza).
San Bernardo intenta erigir una arquitectura barata y funcional para albergar
a sus monjes. Acusa a los cristianos de su tiempo de por crear hermosas
imágenes de piedra, olvidar a los pobres, verdaderas imágenes de Jesucristo
. San Bernardo consigue que en 1134 el Capítulo General de la Orden del
Cister decrete unas prescripciones que evitan cualquier tipo de lujo en sus
edificios.
A este respecto son muy interesantes las prescripciones I, XIII,
XX, XXI y XXXI. La I obliga a levantar los monasterios en lugares selváticos,
concretamente ni en castillo, ni en ciudad, ni en aldeas . La
XIII dice que trece monjes (un abad y doce subordinados) ocuparán el monasterio
una vez finalizada su construcción. La XX prohibe los cuadros y las esculturas
en los monasterios cistercienses. La XXI fuerza el agrupamiento de todas las
construcciones del monasterio en torno a una unidad. La XXXI ordena demoler los
monasterios que no se hayan levantado con arreglo a estas normas.
Por tanto los monasterios cistercienses presentan una arquitectura
sencilla y racionalista. Sus muros son de sillarejo. Las ventanas deben tener
los cristales blancos. Los monasterios que poseyeran vidrieras deberían
sustituirlas por los antedichos cristales blancos en el plazo máximo de dos
años. En los monasterios cistercienses no existirán campanarios, pinturas y
esculturas con la salvedad de la figura de Cristo en la Cruz.
El Cister procura instalar a sus monjes en despoblado a fin de
cumplir la Regla de San Benito que se consideraba corrompida
por los relajados monasterios cluniacenses. De esta forma la prescripción XXI
del Capítulo General de la Orden del Cister de 1134 se encamina contra la
disgregación de dependencias que es típica en los monasterios cluniacenses. En
un principio los cistercienses cumplen rigurosamente el ideal benedictino de
ora et labora . Sin embargo la idiosincrasia frugal y laboriosa
de sus vidas les traerán con el tiempo la génesis y amontonamiento de riquezas.
Como los monjes cistercienses hacen suyo el deber de trabajar que afecta al
monje se crean unos excedentes productivos que han de venderse.
Si un monasterio crece demasiado ha de enviar a trece de sus
monjes a erigir uno nuevo. De esta manera se forman multitud de unidades
monásticas hijas de monasterios anteriores. Por tanto el Cister llega a ser la
orden monástica más importante del Antiguo Régimen. La identificación del Altar
y el Trono lleva a los jacobinos franceses de la I República y a los
progresistas españoles de la Regencia de María Cristina a destruir con saña
muchos monasterios. Muy triste es el arrasamiento del Monasterio cisterciense de
Poblet por los milicianos nacionales y voluntarios de la libertad, similar por
sus horribles matices de barbarie y bibliopolia, a la destrucción del Monasterio
jerónimo de Guadalupe (Cáceres). Incluso la compra de las estatuas de Poblet por
algunos personajes británicos y belgas recuerdan la adquisición de los
Mármoles Elgin del Partenón por Thomas Bruce (el séptimo conde
de Elgin). Los tumultos revolucionarios en Francia y España hacen que no se
conserve ningún monasterio cisterciense puro aunque muchos de ellos sobre todo
en Alemania y en España ya habían sufrido grandes metamorfosis durante el
Renacimiento y el Barroco. Ello se percibe en varios monasterios gallegos, la
fachada clasicista que a fines del XVII se construye en la Iglesia del
Monasterio de Poblet y el enmascaramiento churrigueresco que se hizo en la de
Santa María de Huerta.
San Bernardo critica al tiempo el arte románico y el incipiente
estilo ojival que impuesto por el Abad Suger en el Monasterio de Saint-Denis. Su
veto a la pintura y escultura a excepción de la imagen de Nuestro Señor en la
Cruz pretende corregir los excesos de la estatuaria románica. Tales demasías se
hallan sobre todo en los monstruos que se representan en los capiteles pintados
de los claustros. Aquellas figuraciones pueden distraer la atención de quienes
rezasen o meditaran. Su veto a las vidrieras se dirige contra el Gótico que
despunta.
Elementos constructivos de la arquitectura cisterciense
. Son:
I) Arco: A partir de 1140 el arco será apuntado. Ese tipo de arco
(al que se conoce también por agudo u ojival) es el formado por dos porciones de
circunferencia que se cortan en ángulo. El arco apuntado es de construcción
fácil. Presenta la ventaja de que permite levantar una bóveda de cañón apuntada
que ahorra mucha madera al colocar directamente las tejas.
II) Bóveda de ojiva: Aparece después de 1150. Su origen se halla
en la bóveda de arista. La de ojiva se hace engarzando dos arcos. Igualmente es
una solución económica.
III) Contrafuertes con relejes: Estos contrafuertes se multiplican
pues no se emplean en ellos los trabajos de cantería románicas que se guardan
para los ángulos. Al comparar los contrafuertes cistercienses con los románicos
los primeros tienen más anchura pero menor profundidad.
IV) Ventanas: En un principio son circulares pero luego pasan a
ser apuntadas.
V) Claustro: Es el espacio que articula los restantes elementos
del monasterio. El empleo de arcos apuntados y bóvedas de ojiva en los claustros
cistercienses hacen que se edifiquen por tramos. También presencia una
alternancia luz/sombra muy marcada.
Las secciones de un monasterio cisterciense.
I) • Iglesia:
Se dedica única y exclusivamente al culto divino. Tiene siempre
una entrada lateral. En algunas iglesias cistercienses pueden aparecer varias
entradas laterales. También existen aunque son más raras las iglesias con una o
varias entradas laterales que sirven para el acceso habitual y una entrada a los
pies que no se emplea nunca. Las iglesias cistercienses carecen de campanarios.
No presentan fachada. Tiene dos coros separados por un muro: uno para los monjes
profesos y otro que se destina a los hermanos legos. Posee una cabecera con
muchas capillas. La cabecera será o rectangular o circular con girola.
La iglesia cisterciense se halla dotada de materiales muy
sencillos. Simplifica notablemente los principios constructivos del Románico:
los capiteles son geométricos en lugar de historiados y sus pilares tienen forma
cruciforme bien que vayan adquiriendo cierta complejidad con el paso del tiempo.
Existen elementos enjarjados o por algún principio estético o por algún ahorro
de material. Predomina la bóveda de crucería que en los inicios de la
arquitectura cisterciense se usa en las naves laterales pero a partir del siglo
XIII se instala en la central.
II) • Claustro:
Es una pieza clave para comunicar las distintas dependencias del
monasterio. En uno de sus lados se encuentra la biblioteca donde los monjes
profesos se hacen con los libros que necesitan para leer en el claustro. La
lectura de libros se reduce a unos pocos selectos para que los profesos no se
distraigan de la contemplación de las cosas divinas y afecta sólo a los
antedichos monjes profesos pues está prohibida por completo a los hermanos
legos.
III) • Sacristía: Comunica el claustro con la iglesia.
IV) • Sala Capitular:
Es la dependencia construida con mayor esmero tras la Iglesia. Un
ejemplo de esto se puede observar en el Monasterio de Santa María de las Huelgas
en Burgos. Su Iglesia es de tres naves con otra de crucero provista de gran
altura. Los pilares son de núcleo poligonal con columnas gruesas adosadas.
Presenta arcos apuntados y sencillas bóvedas de crucería se sistema francesa.
Encima del crucero se levanta una linterna formada por una bóveda cupuliforme
sexpartita. A la Sala Capitular se entra por una puerta abocinada con adornos
muy ricos y varios arcos apuntados. Por último sus bóvedas de crucería de
inspiración francesa se voltean sobre los pilares interiores.
V) • Refectorios:
Existen dos. Uno se reserva a los monjes profesos. En el otro
comen los hermanos legos. Los refectorios comunican con la cocina por una
ventana que sirve para pasar las viandas.
VI) • Otras estancias imprescindibles para las necesidades de
la comunidad: Son cuatro: cocina, calefactorio, establos y letrinas. Tiene
importancia el calefactorio.
Es el sitio más humano del monasterio. Por su mayor calor sirve
para el aseo de los habitantes del monasterio y como enfermería de los enfermos
y ancianos. Los monjes del Cister otorgan gran importancia al agua por razones
simbólicas, higiénicas y económicas. Procuran instalarse en los márgenes de ríos
que transcurran por el lado contrario a la iglesia. Esos ríos ofrecen ramales y
bifurcaciones dentro del espacio que abarca el monasterio. Los cistercienses
disponen las letrinas en el término del río por el conjunto monacal.
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