SEGÓBRIGA

SEGÓBRIGA

POESIA

(Gustavo Adolfo Béquer)Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el alba en sus cristales,
jugando llamarán;

pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar;
aquellas que aprendieron nuestros nombres,
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aún más hermosas,
sus flores abrirán;

pero aquellas cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...,
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará;

pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate,
¡así no te querrán!

Serranilla

Íñigo López de Mendoza
Marqués de Santillana
(1388–1458)

Moça tan fermosa
Non vi en la frontera,
Como una vaquera
De la Finojosa.
Faciendo la vía
Del Calatraveño
A Sancta María,
Vencido del sueño
Por tierra fragosa
Perdí la carrera,
Do vi la vaquera
De la Finojosa.
En un verde prado
De rosas e flores,
Guardando ganado
Con otros pastores,
La vi tan graciosa
Que apenas creyera
Que fuese vaquera
De la Finojosa.
Non creo las rosas
De la primavera
Sean tan fermosas
Nin de tal manera,
Fablando sin glosa,
Si antes sopiera
D’aquella vaquera
De la Finojosa.
Non tanto mirara
Su mucha beldat,
Porque me dexara
En mi libertat.
Mas dixe: «Donosa
(Por saber quién era)
¿Dónde es la vaquera
De la Finojosa?...»
Bien como riendo,
Dixo: «Bien vengades;
Que ya bien entiendo
Lo que demandades:
Non es desseosa
De amar, nin lo espera,
Aquessa vaquera
De la Finojosa».

Madrigal

Gutierre de Cetina
(1518-1572)


Ojos claros, serenos,
Si de un dulce mirar sois alabados,
¿Por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuando más piadosos,
Más bellos parecéis a aquel que os mira,
No me miréis con ira,
Porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
Ya que así me miráis, miradme al menos.


Al Sueño

Francisco de Quevedo
(1580–1645)


¿Con qué culpa tan grave,
Sueño blando y süave,
Pude en largo destierro merecerte
Que se aparte de mí tu olvido manso?
Pues no te busco yo por ser descanso,
Sino por muda imagen de la muerte.
Cuidados veladores
Hacen inobedientes mis dos ojos
A la ley de las horas:
No han podido vencer a mis dolores
Las noches, ni dar paz a mis enojos.
Madrugan más en mí que en las auroras
Lágrimas a este llano;
Que amanece a mi mal siempre temprano;
Y tanto, que persuade la tristeza
A mis dos ojos, que nacieron antes
Para llorar que para ver. Tú, sueño,
De sosiego los tienes ignorantes,
De tal manera, que al morir el día
Con luz enferma vi que permitía
El sol que le mirasen en Poniente.
Con pies torpes al punto, ciega y fría,
Cayó de las estrellas blandamente
La noche, tras las pardas sombras mudas,
Que el sueño persuadieron a la gente.
Escondieron las galas a los prados
Y quedaron desnudas
Estas laderas y sus peñas solas:
Duermen ya entre sus montes recostados
Los mares y las olas.
Si con algún acento
Ofenden las orejas,
Es que entre sueños dan al cielo quejas
Del yerto lecho y duro acogimiento,
Que blandos hallan en los cerros duros.
Los arroyuelos puros
Se adormecen al son del llanto mío,
Y a su modo también se duerme el río.
Con sosiego agradable
Se dejan poseer de ti las flores;
Mudos están los males,
No hay cuidado que hable,
Faltan lenguas y voz a los dolores,
Y en todos los mortales
Yace la vida envuelta en alto olvido.
Tan sólo mi gemido
Pierde el respeto a tu silencio santo:
Yo tu quietud molesto con mi llanto,
Y te desacredito
El nombre de callado, con mi grito.
Dame, cortés mancebo, algún reposo:
No seas digno del nombre de avariento
En el más desdichado y firme amante
Que lo merece ser por dueño hermoso.
Débate alguna pausa mi tormento.
Gózante en las cabañas
Y debajo del cielo
Los ásperos villanos;
Hállate en el rigor de los pantanos
Y encuéntrate en las nieves en el hielo
El soldado valiente,
Y yo no puedo hallarte, aunque lo intente,
Entre mi pensamiento y mi deseo.
Ya, pues, con dolor creo
Que eres más riguroso que la tierra,
Más duro que la roza,
Pues te alcanza el soldado envuelto en guerra,
Y en ella mi alma por jamás te toca.
Mira que es gran rigor: dame siquiera
Lo que de ti desprecia tanto avaro,
Por el oró en que alegre considera,
Hasta que da la vuelta el tiempo claro;
Lo que había de dormir en blando lecho
Y da el enamorado a su señora,
Y a ti se te debía de derecho.
Dame lo que desprecia de ti ahora
Por robar el ladrón; lo que desecha
El que envidiosos celos tuvo y llora.
Quede en parte mi queja satisfecha:
Tócame con el cuento de tu vara;
Oirán siquiera el ruido de tus plumas
Mis desventuras sumas;
Que yo no quiero verte cara a cara,
Ni que hagas más caso
De mí, que hasta pasar por mí de paso;
O que a tú sombra negra por lo menos,
Si fueres a otra parte peregrino,
Se le haga camino
Por estos ojos de sosiego ajenos.
Quítame, blando sueño, este desvelo,
O de él alguna parte,
Y te prometo, mientras viere el cielo,
De desvelarme sólo en celebrarte.


Amor y Orgullo

Gertrudis Gómez de Avellaneda
(1814–1873)


Un tiempo hollaba por alfombras rosas;
Y nobles vates, de mentidas diosas
Prodigábanme nombres;
Mas yo, altanera, con orgullo vano,
Cual águila real al vil gusano
Contemplaba a los hombres.

Mi pensamiento —en temerario vuelo—
Ardiente osaba demandar al cielo
Objeto a mis amores:
Y si a la tierra con desdén volvía
Triste mirada, mi soberbia impía
Marchitaba sus flores.

Tal vez por un momento caprichosa
Entre ellas revolé, cual mariposa,
Sin fijarme en ninguna;
Pues de místico bien siempre anhelante,
Clamaba en vano, como tierno infante
Quiere abrazar la luna.

Hoy, despeñada de la excelsa cumbre,
Do osé mirar del sol la ardiente lumbre
Que fascinó mis ojos,
Cual hoja seca al raudo torbellino,
Cedo al poder del áspero destino. . .
¡Me entrego a sus antojos!

Cobarde corazón, que el nudo estrecho
Gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
Tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
Trocando ya tu indómita fiereza,
De libertad te priva?

¡Mísero esclavo de tirano dueño;
Tu gloria fue cual mentiroso sueño,
Que con las sombras huye!
Di ¿qué se hicieron ilusiones tantas
De necia vanidad, débiles plantas
Que el aquilón destruye?

En hora infausta a mi feliz reposo,
¿No dijiste, soberbio y orgulloso:
—Quién domará mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
Mudar de rumbo al céfiro ligero
Y arder al mármol frío!—

¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón... Mas ¡cuán en vano
Te advirtió tu locura!
Tú misma te forjaste la cadena,
Que a servidumbre eterna te condena,
Y a duelo y amargura.

Los lazos caprichosos que otros días
—Por pasatiempo— a tu placer tejías,
Fueron de seda y oro;
Los que hora rinden tu valor primero
Son eslabones de pesado acero,
Templados con tu lloro.

¿Qué esperaste ¡ay de ti! de un pecho helado,
De inmenso orgullo y presunción hinchado,
De víboras nutrido?
Tú —que anhelabas tan sublime objeto—
¿Cómo al capricho de un mortal sujeto
Te arrastras abatido?

¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,
Que por flores tomé duros abrojos
Y por oro la arcilla? . . .
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
Y mis amantes ¡ay! tal vez se engríen
Del yugo que me humilla!

¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde,
Quieres ver' en mi frente
El sello del amor que te devora? . . .
¡Ah! velo, pues, y búrlese en buen hora
De mi baldón la gente.

¡Salga del pecho —requemando el labio—
El caro nombre, de mi orgullo agravio,
De mi dolor sustento!
¿Escrito no le ves en las estrellas
Y en la luna apacible, que con ellas
Alumbra el firmamento?

¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia —en gemidor arrullo—
La tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
Halaga con pausado movimiento
En esa selva hojosa?

De aquella fuente entre las claras linfas,
¿No le articulan invisibles ninfas
Con eco lisonjero? . . .
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
Si aún el silencio tiene voz, que aclama
Ese nombre que quiero?

Nombre que un alma lleva por despojo;
Nombre que excita con placer enojo,
Y con ira ternura;
Nombre más dulce que el primer cariño
De joven madre al inocente niño,
Copia de su hermosura:

Y más amargo que el adiós postrero
Que al suelo damos, donde el sol primero
Alumbró nuestra vida.
Nombre que halaga y halagando mata;
Nombre que hiere —como sierpe ingrata—
Al pecho que le anida.




¡No, no lo envíes, corazón, al labio! . . .
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
Trémulas hojas, tórtola doliente,
Como calla mi lengua!



A Buen Juez Mejor Testigo

José Zorrilla
(1817–1893)

Tradición de Toledo
I
Entre pardos nubarrones
Pasando la blanca luna,
Con resplandor fugitivo,
La baja tierra no alumbra.
La brisa con frescas alas
Juguetona no murmura,
Y las veletas no giran
Entre la cruz y la cúpula.
Tal vez un pálido rayo
La opaca atmósfera cruza,
Y unas en otras las sombras
Confundidas se dibujan.
Las almenas de las torres
Un momento se columbran,
Como lanzas de soldados
Apostados en la altura.
Reverberan los cristales
La trémula llama turbia,
Y un instante entre las rocas
Rïela la fuente oculta.
Los álamos de la vega
Parecen en la espesura
De fantasmas apiñados
Medrosa y gigante turba;
Y alguna vez desprendida
Gotea pesada lluvia,
Que no despierta a quien duerme,
Ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño
Entre las sombras confusas
Y el Tajo a sus pies pasando
Con pardas ondas lo arrulla.
El monótono murmullo
Sonar perdido se escucha,
Cual si por las hondas calles
Hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma
Cuando a lo lejos susurran
Los álamos que se mecen,
Las aguas que se derrumban!
Se sueñan bellos fantasmas
Que el sueño del triste endulzan,
Y en tanto que sueña el triste,
No le aqueja su amargura.
Tan en calma y tan sombría
Como la noche que enluta
La esquina en que desemboca
Una callejuela oculta,
Se ve de un hombre que aguarda
La vigilante figura,
Y tan a la sombra vela
Que entre las sombras se ofusca.
Frente por frente a sus ojos
Un balcón a poca altura
Deja escapar por los vidrios
La luz que dentro le alumbra;
Mas ni en el claro aposento,
Ni en la callejuela oscura
El silencio de la noche
Rumor sospechoso turba.
Pasó así tan largo tiempo,
Que pudiera haberse duda
De si es hombre, o solamente
Mentida ilusión nocturna;
Pero es hombre, y bien se ve,
Porque con planta segura
Ganando el centro a la calle
Resuelto y audaz pregunta:
—¿Quién va?— y a corta distancia
El igual compás se escucha
De un caballo que sacude
Las sonoras herraduras.
—¿Quién va?— repite y cercana
Otra voz menos robusta
Responde: —Un hidalgo ¡calle!—
Y el paso el bulto apresura.
—Téngase el hidalgo— el hombre
Replica, y la espada empuña.
—Ved más bien si me haréis calle—
Repitieron con mesura
—Que hasta hoy a nadie se tuvo
Iván de Vargas y Acuña.
—Pase el Acuña y perdone—
Dijo el mozo en faz de fuga,
Pues teniéndose el embozo
Sopla un silbato, y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
Y con precaución difusa
Salió una niña al balcón
Que llama interior alumbra.
—Mi padre!— clamó en voz baja
Y el viejo en la cerradura
Metió la llave pidiendo
A sus gentes que le acudan.
Un negro por ambas bridas
Tomó la cabalgadura,
Cerróse detrás la puerta
Y quedó la calle muda.
En esto desde el balcón,
Como quien tal acostumbra,
Un mancebo por las rejas
De la calle se asegura.
Asió el brazo al que apostado
Hizo cara a Iván de Acuña,
Y huyeron, en el embozo
Velando la catadura.

II
Clara, apacible y serena
Pasa la siguiente tarde,
Y el sol tocando su ocaso
Apaga su luz gigante:
Se ve la imperial Toledo
Dorada por los remates,
Como una ciudad de gana
Coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
Sus anchos cimientos lame,
Dibujando en las arenas
Las ondas con que las bate.
Y la ciudad se retrata
En las ondas desiguales,
Como en prendas de que el río
Tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la vega
Tiende galan por sus márgenes,
De sus álamos y huertos
El pintoresco ropaje,
Y porque su altiva gala
Mas a los ojos halague,
La salpica con escombros
De castillos y de alcázares.
Un recuerdo es cada piedra
Que toda una historia vale,
Cada colina un secreto
De príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
Por quien dejó un rey culpable
Amor, fama, reino y vida
En manos de musulmanes.
Allí recibió Galiana
A su receloso amante
En esa cuesta que entonces
Era un plantel de azahares.
Allá por aquella torre,
Que hicieron puerta los árabes,
Subió el Cid sobre Babieca
Con su gente y su estandarte.
Más lejos se ve el castillo
De San Servando, o Cervantes,
Donde nada se hizo nunca
Y nada al presente se hace.
A este lado está la almena
Por do sacó vigilante
El conde Don Peranzules
Al rey, que supo una tarde
Fingir tan tenaz modorra,
Que, político y constante,
Tuvo siempre el brazo quedo
Las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
Gran cifra de un pueblo grande,
Y aquí la antigua Basílica
De bizantinos pilares,
Que oyó en el primer concilio
Las palabras de los Padres
Que velaron por la Iglesia
Perseguida o vacilante.
La sombra en este momento
Tiende sus turbios cendales
Por todas esas memorias
De las pasadas edades,
Y del Cambrón y Visagra
Los caminos desiguales,
Camino a los toledanos
Hacia las murallas abren.
Los labradores se acercan
Al fuego de sus hogares.
Cargados con sus aperos,
Cansados de sus afanes.
Los ricos y sedentarios
Se tornan con paso grave,
Calado el ancho sombrero,
Abrochados los gabanes:
Y los clérigos y monjes
Y los prelados y abades
Sacudiendo el leve polvo
De capelos y sayales.
Quédase sólo un mancebo
De impetuosos ademánes,
Que se pasea ocultando
Entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
Con decisión de evitarle,
Y él contempla a los que pasan
Como si a alguien aguardase.
Los tímidos aceleran
Los pasos al divisarle,
Cual temiendo de seguro
Que les proponga un combate;
Y los valientes le miran
Cual si sintieran dejarle
Sin que libres sus estoques
En riña sonora dancen.
Una mujer también sola
Se viene el llano adelante,
La luz del rostro escondida
En tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso,
Y en lo flexible del talle,
Puede a través de los velos
Una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda,
Y él al encuentro le sale
Diciendo... cuanto se dicen
En las citas los amantes.
Mas ella, galanterías
Dejando severa aparte,
Así al mancebo interrumpe
En voz decisiva y grave:
—Abreviemos de razones,
Diego Martínez; mi padre,
Que un hombre ha entrado en su ausencia
Dentro mi aposento sabe:
Y aquí quien mancha mi honra
Con la suya me la lave;
O dadme mano de esposo,
O libre de vos dejadme.—
Miróla Diego Martínez
Atentamente un instante,
Y echando a un lado el embozo,
Repuso palabras tales:
—Dentro de un mes, Inés mía,
Parto a la guerra de Flandes;
Al ario estaré de vuelta
Y contigo en los altares.
Honra que yo te desluzca,
Con honra mía se lave;
Que por honra vuelven honra
Hidalgos que en honra nacen.
—Júralo— exclamó la niña.
—Más que mi palabra vale
No te valdrá un juramento.
—Diego, la palabra es aire.
—¡Vive Dios que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.
—No me basta; que olvidar
Puedes la palabra en Flandes.
—¡Voto a Dios! ¿qué más pretendes?
—Que a los pies de aquella imagen
Lo jures como cristiano
Del santo Cristo delante.—
Vaciló un punto Martínez,
Mas porfiando que jurase,
Llevóle Inés hacia el templo
Que en medio la vega yace.
Enclavado en un madero,
En duro y postrero trance,
Ceñida la sien de espinas,
Descolorido el semblante,
Veíase allí un crucifijo
Teñido de negra sangre,
A quien Toledo devota
Acude hoy en sus azares.
Ante sus plantas divinas
Llegaron ambos amantes,
Y haciendo Inés que Martínez
Los sagrados pies tocase,
Preguntóle:
                    —Diego, ¿juras
A tu vuelta desposarme?—
Contestó el mozo:
                    —¡Sí juro!—
Y ambos del templo se salen.

III
Pasó un día y otro día,
Un mes y otro mes pasó,
Y un ario pasado había,
Mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
Su vuelta aguardando en vano,
Oraba un mes y otro mes
Del crucifijo a los pies
Do puso el galán su mano.
Todas las tardes venía
Después de traspuesto el sol,
Y a Dios llorando pedía
La vuelta del español,
Y el español no volvía.
Y siempre al anochecer,
Sin dueña y sin escudero,
En un manto una mujer
El campo salía a ver
Al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume
Su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
Que el duelo con que él se abrume
Al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
Precioso y funesto don,
Pues los amantes desvelos
Cambian la esperanza en celos,
Que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera,
Es un consuelo en verdad;
Pero siendo una quimera,
En tan frágil realidad
Quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
Sin acabar de esperar,
Y su tez se marchitaba,
Y su llanto se secaba
Para volver a brotar.
En vano a su confesor
Pidió remedio o consejo
Para aliviar su dolor;
Que mal se cura el amor
Con las palabras de un viejo.
En vano a Iván acudía,
Llorosa y desconsolada;
El padre no respondía;
Que la lengua le tenía
Su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella,
Callando el padre severo
Y suspirando la bella,
Porque nació mujer ella,
Y el viejo nació altanero.
Dos arios al fin pasaron
En esperar y gemir,
Y las guerras acabaron,
Y los de Flandes tornaron
A sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día,
Un mes y otro mes pasó,
Y el tercer ario corría;
Diego a Flandes se partió,
Mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena,
Doraba el sol de occidente
Del Tajo la vega amena,
Y apoyada en una almena
Miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas
Las riberas azotando
Bajo las murallas solas,
Musgo, espigas y amapolas L
igeramente doblando.
Algún olmo que escondido
Creció entre la yerba blanda,
Sobre las aguas tendido
Se reflejaba perdido
En su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado
Entre su fresca espesura
Daba al aire embalsamado
Su cántico regalado
Desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores,
Tornasolada la escama,
Saltaba a besar las flores,
Que exhalan gratos olores
A las puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo
El torreón se dibuja
Como el contorno redondo
Del hueco sombrío y hondo
Que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba
El rigor de su fortuna,
Y así la tarde pasaba
Y al horizonte trepaba
La consoladora luna.
A lo lejos por el llano
En confuso remolino
Vio de hombres tropel lejano
Que en pardo polvo liviano
Dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
Y llegando recelosa
A las puertas del Cambrón,
Sintió latir zozobrosa
Más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero
Dejó ver la escasa luz
Por bajo el arco primero
Un hidalgo caballero
En un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado,
Banda azul, lazo en la hombrera,
Y sin pluma al diestro lado
El sombrero derribado
Tocando con la gorguera.
Bombacho gris guarnecido,
Bota de ante, espuela de oro,
Hierro al cinto suspendido,
Y a una cadena prendido
Agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete
Sobre potros jerezanos
De lanceros hasta siete,
Y en adarga y coselete
Diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés
Gritando: —¡Diego, eres tú!—
Y él viéndola de través
Dijo: —¡Voto a Belcebú,
Que no me acuerdo quién es!—
Dio la triste un alarido
Tal respuesta al escuchar,
Y a poco perdió el sentido,
Sin que más voz ni gemido
Volviera en tierra a exhalar.
Frunciendo ambas a dos cejas
Encomendóla a su gente,
Diciendo: —Malditas viejas
Que a las mozas malamente
Enloquecen con consejas!—
Y aplicando el capitán
A su potro las espuelas
El rostro a Toledo dan,
Y a trote cruzando van
Las oscuras callejuelas.

IV
Así por sus altos fines
Dispone y permite el cielo
Que puedan mudar al hombre
Fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
De soldado aventurero,
Y por su suerte y hazañas
Allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores
Alzábase en pensamientos,
Y tanto ayudó en la guerra
Con su valor y altos hechos,
Que el mismo rey a su vuelta
Le armó en Madrid caballero,
Tomándole a su servicio
Por capitán de Lanceros.
Y otro no fue que Martínez
Quien ha poco entró en Toledo,
Tan orgulloso y ufano
Cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
Cobrado el conocimiento,
La amorosa Inés de Vargas,
Que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo
Olvidó su nombre mesmo,
Puesto que Diego Martínez
Es el capitán Don Diego,
Ni se ablanda a sus caricias,
Ni cura de sus lamentos;
Diciendo que son locuras
De gentes de poco seso;
Que ni él prometió casarse
Ni pensó jamás en ello.
¡Tanto mudan a los hombres
Fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés
Con amenazas y ruegos;
Cuanto más ella importuna
Está Martínez severo.
Abrazada a sus rodillas,
Enmarañado el cabello,
La hermosa niña lloraba
Prosternada por el suelo.
Mas todo empeño es inútil,
Porque el capitán Don Diego
No ha de ser Diego Martínez
Como lo era en otro tiempo.
Y así llamando a su gente,
De amor y piedad ajeno,
Mandóles que a Inés llevaran
De grado o de valimiento.
Mas ella antes que la asieran,
Cesando un punto en su duelo,
Así habló, el rostro lloroso
Hacia Martínez volviendo:
—Contigo se fue mi honra,
Conmigo tu juramento;
Pues buenas prendas son ambas,
En buen fiel las pesaremos.—
Y la faz descolorida
En la mantilla envolviendo
A pasos desatentados
Salióse del aposento.

V
Era entonces de Toledo
Por el rey gobernador
El justiciero y valiente
Don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
El buen viejo peleó;
Cercenado tiene un brazo,
Mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
Los jueces en derredor,
Los corchetes a la puerta
Y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
Del tribunal superior,
Entre un dosel y una alfombra
Reclinado en un sillón
Escuchando con paciencia
La casi asmática voz
Con que un tétrico escribano
Solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
Al murmullo arrullador,
Los jueces medio dormidos
Hacen pliegues al ropón,
Los escribanos repasan
Sus pergaminos al sol,
Los corchetes a una moza
Guiñan en un corredor,
Y abajo en Zocodover
Gritan en discorde son
Los que en el mercado venden
Lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
En faz de grande aflicción,
Rojos de llorar los ojos,
Ronca de gemir la voz,
Suelto el cabello y el manto,
Tomó plaza en el salón
Diciendo a gritos:
—Justicia, Jueces, justicia, señor!—
Y a los pies se arroja humilde
De don Pedro de Alarcón,
En tanto que los curiosos
Se agitan al rededor.
Alzóla cortés Don Pedro
Calmando la confusión
Y el tumultuoso murmullo
Que esta escena ocasionó,
Diciendo:
                    —Mujer, ¿qué quieres?
—Quiero justicia, señor.
—¿De qué?
                    —De una prenda hurtada
—¿Qué prenda?
                    —Mi corazón.
—¿Tú le diste?
                    —Le presté.
—¿Y no te le han vuelto?
                    —No.
—¿Tienes testigos?
                    —Ninguno.
—¿Y promesa?
                    —¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
Un juramento empeñó.
—¿Quién es él?
                    —Diego Martínez.
—¿Noble?
                    —Y capitán, señor.
—Presentadme al capitán,
Que cumplirá si juró.—
Quedó en silencio la sala,
Y a poco en el corredor
Se oyó de botas y espuelas
El acompasado son.
Un portero, levantando
El tapiz, en alta voz
Dijo: —El capitán Don Diego.—
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
Llenos de orgullo y furor.
—¿Sois el capitán Don Diego—
Díjole Don Pedro— vos?—
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
                    —Yo soy.
—¿Conocéis a esta muchacha?
—Ha tres arios, salvo error.
—¿Hicísteisla juramento
De ser su marido?
                    —No.
—¿Juráis no haberlo jurado?
—Sí juro.
                    —Pues id con Dios.
—¡Miente!—clamó Inés llorando
De despecho y de rubor.
—Mujer, ¡piensa lo que dices! . . .
Digo que miente, juró.
—¿Tienes testigos?
                    —Ninguno.
—Capitán, idos con Dios,
Y dispensad que acusado
Dudara de vuestro honor.—
Tornó Martínez la espalda
Con brusca satisfacción,
E Inés, que le vio partirse,
Resuelta y firme gritó:
—Llamadle, tengo un testigo.
Llamadle otra vez, señor.—
Volvió el capitán Don Diego,
Sentóse Ruiz de Alarcón,
La multitud aquietóse
Y la de Vargas siguió:
—Tengo un testigo a quien nunca
Faltó verdad ni razón.
—¿Quién?
                    —Un hombre que de lejos
Nuestras palabras oyó,
Mirándonos desde arriba.
—¿Estaba en algún balcón?
—No, que estaba en un suplicio
Donde ha tiempo que expiró.
—¿Luego es muerto?
                    —No, que vive.
—Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fué?
                    —El Cristo de la Vega
A cuya faz perjuró.—
Pusiéronse en pie los jueces
Al nombre del Redentor,
Escuchando con asombro
Tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
De sorpresa y de pavor,
Y Diego bajó los ojos
De vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
Don Pedro en secreto habló,
Y levantóse diciendo
Con respetüosa voz:
—La ley es ley para todos,
Tu testigo es el mejor,
Mas para tales testigos
No hay más tribunal que Dios.
Haremos... lo que sepamos;
Escribano, al caer el sol
Al Cristo que está en la Vega
Tomaréis declaración.—

VI
Es una tarde serena,
Cuya luz tornasolada
Del purpurino horizonte
Blandamente se derrama.
Plácido aroma las flores
Sus hojas plegando exhalan,
Y el céfiro entre perfumes
Mece las trémulas alas.
Brillan abajo en el valle
Con suave rumor las aguas,
Y las aves en la orilla
Despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero
Por el Cambrón y Visagra
Confuso tropel de gente
Del Tajo a la Vega baja.
Vienen delante Don Pedro
De Alarcón, Iván de Vargas,
Su hija Inés, los escribanos,
Los corchetes y los guardias;
Y detrás monjes, hidalgos,
Mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
En la Vega les aguarda,
Cada cual comentariando
El caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
En apostura bizarra,
Calzadas espuelas de oro,
Valona de encaje blanca,
Bigote a la borgoñesa,
Melena desmelenada,
El sombrero guarnecido
Con cuatro lazos de plata,
Un pie delante del otro,
Y el puño en el de la espada.
Los plebeyos de reojo
Le miran de entre las capas,
Los chicos al uniforme
Y las mozas a la cara.
Llegado el gobernador
Y gente que le acompaña,
Entraron todos al claustro
Que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
Cuatro cirios y una lámpara,
Y de hinojos un momento
Le rezaron en voz baja.
Está el Cristo de la Vega
La cruz en tierra posada,
Los pies alzados del suelo
Poco menos de una vara;
Hacia la severa imagen
Un notario se adelanta,
De modo que con el rostro
Al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
A otro lado a Inés de Vargas,
Detrás al gobernador
Con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
La acusación entablada,
El notario a Jesucristo
Así demandó en voz alta:
—Jesús, Hijo de María,
Ante nos esta mañana
Citado como testigo
Por boca de Inés de Vargas,
Juráis ser cierto que un día
A vuestras divinas plantas
Juró a Inés Diego Martínez
Por su mujer desposarla?—

Asida a un brazo desnudo
Una mano atarazada
Vino a posar en los autos
La seca y hendida palma,
Y allá en los aires «¡Sí, Juro!»
Clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
La vista a la imagen santa . . .
Los labios tenía abiertos.
Y una mano desclavada.

Conclusión
Las vanidades del mundo
Renunció allí mismo Inés,
Y espantado de sí propio
Diego Martínez también.
Los escribanos temblando
Dieron de esta escena fe,
Firmando como testigos
Cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
Y una capilla con él,
Y Don Pedro de Alarcón
El altar ordenó hacer,
Donde hasta el tiempo que corre,
Y en cada año una vez,
Con la mano desclavada
El crucifijo se ve.



LAS UVAS DEL TIEMPO


Madre: esta noche se nos muere un año.

En esta ciudad grande, todos están de fiesta;
zambombas, serenatas, gritos, ¡ah, cómo gritan!;
claro, como todos tienen su madre cerca...
¡Yo estoy tan solo, madre,
tan solo!; pero miento, que ojalá lo estuviera;
estoy con tu recuerdo, y el recuerdo es un año
pasado que se queda.
Si vieras, si escucharas esta alboroto: hay hombres
vestidos de locura, con cacerolas viejas,
tambores de sartenes,
cencerros y cornetas;
el hálito canalla
de las mujers ebrias;
el diablo, con diez latas prendidas en el rabo,
anda por esas calles inventando piruetas,
y por esta balumba en que da brincos
la gran ciudad histérica,
mi soledad y tu recuerdo, madre,
marchan como dos penas.

Esta es la noche en que todos se ponen
en los ojos la venda,
para olvidar que hay alguien cerrando un libro,
para no ver la periódica liquidación de cuentas,
donde van las partidas al Haber de la Muerte,
por lo que viene y por lo que se queda,
porque no lo sufrimos se ha perdido
y lo gozado ayer es una perdida.

Aquí es de la tradición que en esta noche,
cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega,
todos los hombres coman, al compas de las horas,
las doce uvas de la Noche Vieja.
Pero aquí no se abrazan ni gritan: ¡FELIZ AÑO!,
como en los pueblos de mi tierra;
en este gozo hay menos caridad; la alegría
de cada cual va sola, y la tristeza
del que está al margen del tumulto acusa
lo inevitable de la casa ajena.

¡Oh nuestras plazas, donde van las gentes,
sin conocerse, con la buena nueva!
Las manos que se buscan con la efusión unánime
de ser hormigas de la misma cueva;
y al hombre que está solo, bajo un árbol,
le dicen cosas de honda fortaleza:
«¡Venid compadre, que las horas pasan;
pero aprendamos a pasar con ellas!»
Y el cañonazo en la Planicie,
y el himno nacional desde la iglesia,
y el amigo que viene a saludarnos:
«feliz año, señores», y los criados que llegan
a recibir en nuestros brazos
el amor de la casa buena.

Y el beso familiar a medianoche:
«La bendición, mi madre»
«Que el Señor la proteja...»
Y después, en el claro comedor, la familia
congregada para la cena,
con dos amigos íntimos, y tú, madre, a mi lado,
y mi padre, algo triste, presidiendo la mesa.
¡Madre, cómo son ácidas
las uvas de la ausencia!

¡Mi casona oriental! Aquella casa
con claustros coloniales, portón y enredaderas,
el molino de viento y los granados,
los grandes libros de la biblioteca
—mis libros preferidos: tres tomos con imágenes
que hablaban de los reinos de la Naturaleza—.
Al lado, el gran corral, donde parece
que hay dinero enterrado desde la Independencia;
el corral con guayabos y almendros,
el corral con peonías y cerezas
y el gran parral que daba todo el año
uvas más dulces que la miel de las abejas.

Bajo el parral hay un estanque;
un baño en ese estanque sabe a Grecia;
del verde artesonado, las uvas en racimos,
tan bajas, que del agua se podría cogerlas,
y mientras en los labios se desangra la uva,
los pies hacen saltar el agua fresca.

Cuando llegaba la sazón tenía
cada racimo un capuchón de tela,
para salvarlo de la gula
de las avispas negras,
y tenían entonces
una gracia invernal las uvas nuestras,
arrebujadas en sus talas blancas,
sordas a la canción de las abejas...

Y ahora, madre, que tan sólo tengo
las doce uvas de la Noche Vieja,
hoy que exprimo las uvas de los meses
sobre el recuerdo de la viña seca,
siento que toda la acidez del mundo
se está metiendo en ella,
porque tienen el ácido de lo que fue dulzura
las uvas de la ausencia.

Y ahora me pregunto:
¿Por qué razón estoy yo aquí? ¿Qué fuerza pudo
más que tu amor, que me llevaba
a la dulce aninomia de tu puerta?
¡Oh miserable vara que nos mides!
¡El Renombre, la Gloria..., pobre cosa pequeña!
¡Cuando dejé mi casa para buscar la Gloria,
cómo olvidé la Gloria que me dejaba en ella!

Y esta es la lucha ante los hombres malos
y ante las almas buenas;
yo soy un hombre a solas en busca de un camino.
¿Dónde hallaré camino mejor que la vereda
que a ti me lleva, madre; la verdad que corta
por los campos frutales, pintada de hojas secas,
siempre recién llovida,
con pájaros del trópico, con muchachas de la aldea,
hombres que dicen: «Buenos días, niño»,
y el queso que me guardas siempre para merienda?
Esa es la Gloria, madre, para un hombre
que se llamó fray Luis y era poeta.

¡Oh mi casa sin cítricos, mi casa donde puede
mi poesía andar como una reina!
¿Qué sabes tú de formas y doctrinas,
de metros y de escuela?
Tú eres mi madre, que me dices siempre
que son hermosos todos mis poemas;
para ti, soy grande; cuando dices mis versos,
yo no sé si los dices o los rezas...
¡Y mientras exprimimos en las uvas del Tiempo
toda una vida absurda, la promesa
de vernos otra vez se va alargando,
y el momento de irnos está cerca,
y no pensamos que se pierde todo!
¡Por eso en esta noche, mientras pasa la fiesta
y en la última uva libo la última gota
del año que se aleja,
pienso en que tienes todavía, madre,
retazos de carbón en la cabeza,
y ojos tan bellos que por mí regaron
su clara pleamar en tus ojeras,
y manos pulcras, y esbeltez de talle,
donde hay la gracia de la espiga nueva;
que eres hermosa, madre, todavía,
y yo estoy loco por estar de vuelta,
porque tú eres la Gloria de mis años
y no quiero volver cuando estés vieja!...

Uvas del Tiempo que mi ser escancia
en el recuerdo de la viña seca,
¡cómo me pierdo, madre, en los caminos
hacia la devoción de tu vereda!
Y en esta algarabía de la ciudad borracha,
donde va mi emoción sin compañera,
mientras los hombres comen las uvas de los meses,
yo me acojo al recuerdo como un niño a una puerta.
Mi labio está bebiendo de tu seno,
que es el racimo de la parra buena,
el buen racimo que exprimí en el día
sin hora y sin reloj de mi inconsciencia.

Madre, esta noche se nos muere un año;
todos estos señores tienen su madre cerca,
y al lado mío mi tristeza muda
tiene el dolor de una muchacha muerta...
Y vino toda la acidez del mundo
a destilar sus doce gotas trémulas,
cuando cayeron sobre mi silencio
las doce uvas de la Noche Vieja.


Blanca Flor
Blanca flor de invernadero
que a mi canto acudes
serena, apacible y paciguadamente

Blanca flor de mis sueños
cuan necesitado estoy de ti
en estos segundos veraniegos

Bella flor... eres blanca???
blanca es tu aura y tu interior
gris es tu sombra
Azul se llena tu corazon
Bella flor de mi jardin
recientemente trasplantada
mas en su centro situada
en una noche que toco su fin

Tierna flor!!! oh tierna flor!!!
no marchites tan prontamente
permite embriagarme de tu olor
dejame cuidarte tierna flor

Tierna flor ofrece tu cariño
enseña tus colores
muevete con el viento
y ofreceme tu Amor



Lo Fatal (Rubén Darío)

“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la dura piedra, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida conciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
Y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
Y sufrir por la vida y por la sombra y por
Lo que no conocemos y apenas sospechamos,
Y la carne que tienta con sus frescos racimos,
Y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
Y no saber adónde vamos,
¡Ni de dónde venimos...!


Si elegimos sentirnos bien,
     todos los días nos sobrarán motivos
     para sentirnos bien;
     si elegimos sentirnos mal,
     todos los días nos sobrarán razones
     para sentirnos mal.
     ¡ Pensémoslo !
     Y tal vez descubramos
     que lo importante y decisivo
     no es lo que pasa fuera de uno
     sino lo que hacemos que suceda
     dentro de uno mismo,
     y que no son los otros,
     las cosas o los acontecimientos
     los que nos hacen sentir mal,
     sino nuestro modo de vivir frente a todo...

                                   ( Anonimo)

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